La sala era de un color blanco enceguecedor: Fue lo primero que notó cuando abrió sus ojos. El sueño que había tenido lo había trasladado completamente hacia otro lugar, hacia otra realidad. Un momento muy distinto al estar postrado en una cama de un hospital, sin saber qué hacer. Estar ahí esos últimos días lo tenía absolutamente angustiado. Tenía que permanecer acostado por horas, sin moverse. Sin esa típica, pero hermosa manía de preparar todo metódicamente. Eran horas y horas hasta que llegaban las visitas: El momento que esperaba con ansias.
Los primeros en entrar a la inmaculada sala fueron sus padres. Los años se hacían notar a través de sus rostros y, a la vez, todos aquellos momentos que pasaron juntos: las risas, las conversaciones, las salidas y largas caminatas.
- ¿Cómo estás, hijo?- Preguntó el padre
- Aquí, tratando de recuperarme. Estar aquí me aburre, necesito salir a airearme y distraerme un poco haciendo lo que siempre hago.
- Lo sabemos, hijo, pero tienes que estar aquí, es la única forma de que puedas mejorarte. Te extrañamos muchísimo en la casa, la Alita y el toño preguntan siempre por ti.
La Alita, su hermana menor. La niña que lo acompañaba en todas sus ideas. La niña que se había convertido en mujer y se había casado recientemente con un hombre que, él consideraba, era un gran joven.
- ¿ Y cómo están ellos?- preguntó
- Bien, en la casa, cuidando a la Andreíta. La Alita me dice que llora mucho en las noches, pero que es graciosa porque llora y se queda dormida sola.
"Mi sobrina", pensaba. Un ser con tan sólo meses de vida. Quizás en un tiempo más se convierta en una gran mujer. Lo enorgullecería, pero a la vez le angustiaba la idea de que no la vería crecer. De que todas las cosas que había planeado no se efectuarían. Y ella no tenía idea de lo que se aproximaba. A él le encantaba mirarla tranquilamente, sentir la paz que transmitía la pequeña criatura, tan indefensa. Le gustaba observarla cuando dormía. Siempre sonreía, recordaba, y nadie sabía por qué cosa podía sonreir un bebé. Ese recuerdo lo llenó de paz y alegría.
Su madre lo aterrizó:
- Tienes que estar aquí, hijo. Eres fuerte, te recuperarás.
- Eso espero, mamita, dijo. Sin embargo, él sabía que ya no quedaba más tiempo.
Y se lo hizo saber a Antonio, su cuñado, cuando lo fue visitar un día nublado.
- Yo ya cumplí mi misión, ahora te toca a ti. Cuida a mi hermana y a mi sobrina. Que todos los momentos que vivan sean felices, y recuerden siempre que yo estaré siempre con ustedes, en su corazón, siempre que me necesiten.
- No digas eso- dijo angustiado Antonio- Saldrás de aquí, ya verás.
Hubo un silencio, y luego Antonio se fue recordando el día de matrimonio con Alita. Estaban todos tan felices. Sobretodo su cuñado, que miraba emocionado a la feliz pareja. Una mirada amistosa y Antonio cerró la puerta de la habitación, dejando a su cuñado solo con sus pensamientos.
Tomó un vaso de agua que había en la mesita cercana a la cama. Pero un detalle lo distrajo: sus manos. Su enfermedad había provocado que sus manos se oscurecieran. Y eso era lo que más le apenaba. Sí había algo que le dolía más que haber bajado unos kilos y tener un aspecto ojeroso, era que sus manos perdieran su atractivo, su sanidad.
Hasta que se convenció: el final estaba cerca. Sin embargo él ya había cumplido su misión, y estaba seguro que su familia estaba en muy buenas manos.
lunes, 12 de julio de 2010
Mi tío Freddy
Publicado por andreitis en 17:22
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